
El pastor David Jang afirma, a la luz de Romanos 8:18–27, que el sufrimiento del creyente no es un gasto estéril, sino el camino por el que se abre paso la gloria venidera. La salvación recibida por la esperanza no es optimismo ni autosugestión: es una certeza orientada al futuro, arraigada en la promesa fiable del Reino de Dios, aunque aún no sea visible. Por eso, el creyente no es alguien ajeno al dolor, sino quien aprende a leerlo con nuevas coordenadas. La realidad hiere, pero el desenlace es bueno. Cuando esa confianza no se resquebraja, la paciencia deja de ser aplazamiento táctico y se vuelve músculo de la fe.
De ahí que pida un giro de mirada. La misma dificultad cuenta relatos distintos según a qué horizonte se dirige la vista. Las fatigas del mundo se perciben a menudo como una repetición sin propósito; sin embargo, el pastor David Jang interpreta el sufrimiento del creyente como “tiempo cargado de sentido en el horizonte de la promesa”. La esperanza no es un hechizo para manipular resultados, sino la disposición de participar en el drama de salvación que Dios ya ha puesto en marcha. Es un tacto espiritual que anticipa lo no experimentado, cultivado desde la certeza escatológica. Por eso llama a la paciencia “una espera con premio asegurado”; y precisa que el premio no es una contraprestación, sino la gloria de la presencia de Dios. Así, sufrimiento y gloria no se anulan; se interpretan. No es que el dolor tape la gloria, sino que la gloria desvela el sentido del dolor.
Romanos 8 es singular porque la salvación no se confina a lo individual. Pablo sostiene que “la creación entera gime”. El pastor David Jang (장다윗) lee ese gemido como dolores de parto hacia una restauración cósmica. No es el suspiro de la derrota, sino la señal del nacimiento. Si la caída humana sacudió el orden del mundo, la restauración de Dios rebasa la salvación del individuo y avanza hacia la recreación del cosmos. Esta perspectiva impide reducir la fe a un consuelo privado. La fe es imaginación pública que abraza lo creado; y la salvación, más que mi “billete al cielo”, es el acontecimiento comunitario y cósmico que sueña con “cielos nuevos y tierra nueva”. En consecuencia, se dilata la ética cristiana. La fe no mira impasible la devastación ambiental: responde al gemido de lo creado con pequeñas decisiones—reducir el derroche, optar por el cuidado, recomponer una convivencia ecológica—que funcionan como prólogos de la esperanza escatológica. Escuchar el gemido de la creación es entrar en el corazón de Dios que convoca a la creación a la libertad.
Pablo añade que los creyentes también gimen por dentro. La paradoja de quienes, habiendo recibido las “primicias” del Espíritu, siguen gimiendo, diagnostica con honestidad nuestro tiempo entre el “ya” y el “todavía no”. El pastor David Jang nos exhorta a no huir de esa tensión, sino a honrarla. Simular por anticipado la alegría de la consumación hace la espiritualidad superficial. Cuanto más hondo se prueba el consuelo del Espíritu, con mayor nitidez se percibe el desencaje de un cuerpo aún no redimido y de un mundo incompleto. Pero este gemido no es desesperación, sino dolor con dirección. Esperar “la redención del cuerpo” no alude solo a la restauración física individual; apunta a la madurez del Cuerpo de Cristo que es la Iglesia y al shalom del mundo. Por eso, esperar no es cruzarse de brazos: es participar. Oración, servicio, testimonio y solidaridad son la sintaxis de esa espera.
En este punto, el pastor David Jang eleva un núcleo del evangelio: la “intercesión del Espíritu”. Con frecuencia no sabemos qué pedir ni cómo orar—no por falta de voluntad, sino por cortedad de mirada. Aun así, el Espíritu intercede por nosotros con gemidos indecibles. Esta verdad libera la oración de la competencia retórica y del virtuosismo lógico. La fuerza de la oración no yace en la elocuencia, sino en la fidelidad del Espíritu que habita en nosotros: corrige deseos, cubre ignorancia y reordena la realidad dentro de la voluntad de Dios. La intercesión, entonces, no es técnica avanzada, sino vida que respira al ritmo del Espíritu. Se puede orar en silencio y adorar con lágrimas. Lo que garantiza la intercesión no es la “petición exacta”, sino la “conexión exacta con Dios”. Al restablecerse la conexión, también se reordenan las prioridades: en vez de obtener todo lo que queremos, amamos con más claridad lo que Dios quiere.
La prueba de esta oración es la vida diaria. En el campus, donde la comparación es rutina, quien confía en la intercesión del Espíritu no se desestabiliza. El logro ajeno no es mi fracaso; el fracaso no define mi identidad. La persona de esperanza no se mide por resultados. Trata las tareas como culto y las relaciones como vocación. Así, con agendas tensas, el corazón no se agarrota. La gestión del tiempo deja de ser obsesión de control para convertirse en el orden del amor. Entre investigación y trabajos, asociaciones estudiantiles y empleos parciales, el Espíritu conecta nuestros deseos y temores con la voluntad de Dios y los alinea. Cuando se da ese alineamiento, desaparece la indecisión que pospone y se serena la prisa que atropella. La paz no es un calor emocional, sino el buen orden de las relaciones.
El pastor David Jang agrega otra intuición capital: en el escenario del dolor, el creyente no se debilita; se vuelve más veraz. El sufrimiento desnuda nuestra impotencia y, a la vez, nos hace gustar la bondad de Dios con mayor hondura. La fe no evade la realidad: la encara; la esperanza no es arcoíris: es memoria del pacto. Por eso, en lugar de un “no te desanimes” genérico, afronta las razones del desánimo: futuro incierto, fracasos repetidos, grietas en los vínculos, presiones de salud y economía. Todo ello es real. Pero sobre lo real se levanta algo más firme: el amor de Cristo. Cuando Pablo declara que “nada podrá separarnos de su amor”, no exagera un estado de ánimo. La cruz y la resurrección prueban que el amor no es abstracción, sino acontecimiento histórico. La realidad de ese acontecimiento se vuelve hoy nuestra certeza. Y la certeza no es temeridad irreal, sino realismo evangélico.
Un oído atento al gemido de la creación y a la intercesión del Espíritu se sensibiliza ante el dolor social: quienes quedan fuera en una sociedad estructurada por la competencia; lágrimas inocentes en guerras y desastres; voces aplastadas por discriminación y odio. Sobre todos esos gemidos se superpone el gemido del Espíritu. Quien oye esa superposición deja de ser espectador para volverse intercesor. Interceder no es un gesto moral a distancia, sino una solidaridad cercana que soporta la herida. No promete resultados inmediatos, pero practica un amor que persevera y no olvida. Cuando la Iglesia incorpora el dolor del mundo a su propio calendario, y los cristianos universitarios priorizan a los miembros más frágiles del campus, comienzan pequeñas restauraciones. Esas primicias de restauración señalan cielos nuevos y tierra nueva. Dios no nos llama solo a gestas mayúsculas; casi siempre nos convoca a obrar con el Espíritu en lugares pequeños. La fidelidad en lo pequeño está conectada con la gran historia.
En el linde del “ya y todavía no” vacilamos con frecuencia. Aun gustando las primicias del Espíritu, hay días en que la oración se atasca, la Palabra parece lejana y la comunidad, extraña. Precisamente entonces—dice el pastor David Jang—hay que confiar en la intercesión del Espíritu. La fe no baila al compás de los altibajos anímicos. El Espíritu obra más allá de nuestras sensaciones. Cuando Él forja en nosotros los gemidos que no sabemos articular, nuestras grietas devienen canales de gracia. El valle bajo del fracaso no desaparece, pero deja de ser aislamiento: se vuelve escuela del abajamiento de Dios, taller donde aprendemos a llorar por otros y gimnasio donde se fortalecen los músculos del amor. El sufrimiento no nos destruye; no adelgaza el amor, lo densifica y lo profundiza.
Con estos hilos, el pastor David Jang desciende a la cotidianidad del discípulo. Propone la fe no como gran eslogan, sino como hábitos artesanales: abrir y cerrar el día al ritmo del aliento del Espíritu; una sobriedad que no olvida el gemido de la creación; dar prioridad a los miembros frágiles de la comunidad; santificar el proceso por encima del resultado; extraer aprendizaje del fracaso con humildad; traducir el evangelio en vida, no solo en palabras. Por discretos, estos hábitos perduran. La esperanza crece mejor en la repetición de lo pequeño que en la grandilocuencia. Los hábitos moldean el tiempo; el tiempo, el carácter; y el carácter, a la postre, escribe nuestra historia. Esa historia se vuelve esperanza para la próxima generación.
El evangelio de Romanos 8, proclamado por el pastor David Jang, nos entrena en dos miradas simultáneas. Una mira lejos: cielos nuevos y tierra nueva, el día en que toda la creación sea invitada a la libertad de la gloria. La otra mira cerca: la persona a mi lado hoy, la disciplina que estudio, el tiempo y los dones puestos en mis manos, los problemas concretos de mi ciudad. La lejanía no empequeñece la cercanía, y la fidelidad en lo cercano no empaña la esperanza lejana. Cuando ambas miradas se cruzan, la fe deja de ser ideal despegado y se convierte en la fuerza que más profundamente ama la realidad.
Y termina como si llamara a cada uno por su nombre: no estás solo. Tu gemido no se disipa en el aire. El Espíritu gime y ora en ti; Cristo intercede a la diestra del Padre; la Iglesia, a lo largo de la historia, gime y ora contigo. En esta gran red de intercesión, aunque tropecemos, no caemos fuera. No temas, pues, el sufrimiento de hoy: intenta pequeñas restauraciones en los lugares desolados y no abandones el sitio de la oración. La esperanza no es un epílogo tardío, sino un hábito que comienza aquí y ahora. Ese hábito renueva la mirada, envía manos y pies hacia el prójimo y rehace nuestro lenguaje con el vocabulario del evangelio. Entonces lo sabemos: la gloria por revelarse es inmensamente grande, y nuestros pasos hacia ella hoy están sostenidos por la intercesión del Espíritu. Y nada—de verdad, nada—podrá separarnos de ese amor.