Amor que se abre con el nuevo mandamiento – Pastor David Jang 


1. La cruz, la resurrección y el camino de la fe

El capítulo 13 del evangelio de Juan describe la escena de la última cena que Jesús comparte con sus discípulos. En particular, los versículos del 31 al 38 presentan un trasfondo de tensión creciente, ya que la traición de Judas Iscariote anuncia el inicio inminente de la muerte en la cruz. El momento en que Judas abandona la cena y desaparece en la oscuridad confirma que el sufrimiento de Jesús es un hecho inevitable. En este último encuentro con sus discípulos, Jesús pronuncia sus últimas palabras. Entre ellas, se encuentra la sorprendente declaración: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él” (Jn 13:31).

El pastor David Jang enfatiza que debemos prestar profunda atención a cómo se puede proclamar la palabra “gloria” en un momento tan denso y temible, en el que la muerte en la cruz ya se vislumbra. Desde una perspectiva meramente humana, el camino de la cruz parece la derrota y la desesperación más absolutas. Es natural que frente a la muerte la gente tiemble de miedo. En efecto, la muerte se muestra como la barrera final que ninguna sabiduría o recurso humano puede superar. Sin embargo, Jesús, ante esa muerte segura, declara: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él”.

Creer que el camino de Jesús no finaliza en una muerte inútil o en un sacrificio sin sentido, sino que es un camino de gloria y de victoria, constituye la esencia misma del evangelio. Y es que el evangelio se sostiene en la cruz y en la resurrección: sin la cruz no habría resurrección, y sin la resurrección la cruz no sería completa. Pero todo comienza en la cruz. La traición de Judas, registrada en la segunda mitad de Juan 13, marca el inicio del camino de la cruz, y la proclamación “Consumado es” (Jn 19:30) señala su culminación y cumplimiento. Desde el momento en que el sufrimiento se hace inminente, Jesús avanza sin vacilar y sin retroceder ni un paso.

Según explica el pastor David Jang, esa actitud firme de Jesús se fundamenta en la fe. Aquí, “fe” significa la confianza y la obediencia absolutas que no ceden ante las circunstancias ni el entorno. Para el mundo, la muerte es la más clara manifestación de la derrota, pero para Jesús, la cruz es precisamente la gloria y la victoria, porque Él ve más allá de la cruz la obra definitiva de Dios: la resurrección. Aunque la cruz represente un castigo humillante y un símbolo de fracaso a ojos humanos, Jesús declara en ese mismo lugar: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”. Este es el profundo misterio que encierra la fe de Jesús.

Si analizamos los Evangelios, observamos que Jesús enseñó y actuó en todo momento convencido de que el camino que el Padre le había encomendado —el camino de la cruz— era un camino de gloria. Así, en Romanos 5, el apóstol Pablo contrapone la historia de la desobediencia con la historia de la obediencia. Jesús, a diferencia de Adán, escogió el camino de la obediencia perfecta para revertir la historia del pecado y de la muerte. Mediante la fe y la obediencia, abrió un sendero que va más allá de la muerte y conduce a la vida nueva de la resurrección.

El pastor David Jang recalca que, para seguir verdaderamente el camino de Jesús, debemos poseer esta fe inquebrantable ante la realidad de la cruz. No es solo un camino que Jesús transita en solitario, sino que los discípulos también deben recorrerlo. Esta es la enseñanza central de Juan 13 al 17. Jesús les dice a sus discípulos: “Adonde yo voy, vosotros sabéis el camino” y “Seguidme”. Sin embargo, el problema es que la fe de los discípulos aún no estaba plenamente afianzada.

Por ejemplo, Pedro promete proteger al Señor y acompañarlo incluso hasta la muerte, pero esa determinación se quiebra la misma noche en que arrestan a Jesús. En el patio del sumo sacerdote, Pedro niega tres veces al Señor y huye. Se cumple la advertencia de Jesús: “Antes que cante el gallo, me negarás tres veces” (Jn 13:38). Y no solo Pedro: los demás discípulos también se dispersan llenos de temor.

Este hecho revela que ni la valentía humana ni la determinación personal bastan para sostenerse firmes ante el sufrimiento de la cruz. La cruz no es una carga que podamos llevar con nuestras propias fuerzas o voluntad; solo podemos llevarla por la fe y por el poder del Espíritu Santo. Jesús, más que nadie, lo sabía. En el huerto de Getsemaní oró con tal fervor que su sudor era como gotas de sangre, y superó el camino de la muerte mediante la sumisión absoluta a la voluntad del Padre.

Por tanto, explica el pastor David Jang, el evangelio consiste en creer y obedecer el poder y el amor de Dios, revelados a través de la cruz y la resurrección. El motivo por el cual Jesús, estando a las puertas de la muerte, pudo proclamar: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”, radica en su confianza absoluta en que el plan de Dios se cumpliría y concluiría en victoria. De ahí su afirmación: “Si Dios ha sido glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y pronto le glorificará” (Jn 13:32). La expresión “y pronto le glorificará” expresa la fe inequívoca de que después de la cruz vendría la gloria de la resurrección.

Acto seguido, Jesús anuncia a sus discípulos que ha llegado el tiempo de la despedida. Les dice: “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis, pero… ahora también os lo digo” (Jn 13:33), aludiendo directamente a su muerte. Es un momento doloroso y triste desde una perspectiva humana, y para los discípulos supone temor y sufrimiento. Sin embargo, Jesús, incluso en esta situación, entrega a sus discípulos su última exhortación, el ‘nuevo mandamiento’, cuyo eje se resume en: “Amaos los unos a los otros”.

A punto de afrontar la muerte, Jesús les dice: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Jn 13:35). Los versículos finales de Juan 13 muestran un marcado contraste entre la convicción de Jesús, que camina sin titubeos hacia la cruz, y la confusión de los discípulos, que no comprenden todavía el significado de ese camino. Pedro llega a preguntar: “Señor, ¿adónde vas?” (Jn 13:36), reflejando su ignorancia respecto a la senda de la cruz.

Jesús le responde: “Adonde yo voy, no me puedes seguir ahora, pero me seguirás después” (Jn 13:36). Es decir, en ese momento no entienden plenamente, y su fe es todavía débil, pero llegará el día en que, con una fe firme, participarán en el mismo camino de Jesús. Pedro, incluso entonces, insiste en que está dispuesto a dar su vida por Jesús, pero el Señor señala que, con determinaciones humanas, es imposible. “Antes que cante el gallo, me negarás tres veces” (Jn 13:38) indica que, sin la esencia auténtica de la fe, por muy nobles que sean nuestras intenciones, sucumbimos ante la cruz.

En definitiva, cargar con la cruz es algo que solo puede hacerse mediante la fe genuina, tal y como enseña el pastor David Jang. Jesús pudo hablar con valentía ante el sufrimiento y la muerte, porque creía con certeza que, tras la cruz, brillaría la gloria de la resurrección. Para el cristiano, este es el mismo sendero: creer que la cruz, que parece locura a los ojos del mundo, es en realidad “gloria”. Tal como dice Pablo: “Cuando aún éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5:8), de modo que la cruz no es una derrota, sino el símbolo de la victoria.

Jesús mantuvo este camino firme hasta el final, hasta proclamar: “Consumado es” (Jn 19:30). El pastor David Jang muestra cómo esta ruta, sostenida por la fe en la cruz y la resurrección, se aplica también a nuestra vida personal: en medio de la aflicción y la desesperanza, necesitamos la fe que vislumbra por adelantado la gloria de la resurrección. Tal y como exhorta Pablo en Romanos: “gozaos en la esperanza” (Rom 12:12). Cuando la esperanza está bien fundamentada, es posible atravesar cualquier dificultad.

Además, esta esperanza se basa en la promesa de que ya hemos recibido la victoria. Jesús triunfó de forma completa a través de la cruz y la resurrección. Por eso, en el instante en que decidimos participar en el camino de la cruz, debemos creer que la victoria de Cristo se transfiere a nosotros. De ahí surge la confesión: “El Señor llevó su cruz, así que yo tomaré mi pequeña cruz, la que me corresponde en la vida. No confío en mis fuerzas, sino en lo que Jesús ya hizo”. Esta es la postura de verdadera fe ante la cruz.

Es cierto que este camino no es fácil. Podemos tropezar y negar a Jesús al igual que Pedro. Pero el Señor dijo: “Después me seguirás”. Cuando pedimos con arrepentimiento y nos apoyamos en la ayuda del Espíritu Santo, llegará el día en que podamos recorrer el camino que Él mismo abrió. La transformación que experimenta Pedro en el libro de los Hechos lo confirma: después de encontrar al Señor resucitado y recibir el Espíritu, se convierte en un proclamador valiente del evangelio.

Por tanto, la cruz no es sinónimo de muerte definitiva, sino de inicio de una nueva vida; no es derrota, sino la puerta hacia la gloria verdadera. Esta convicción absoluta es el pilar que el pastor David Jang nos insta a aferrar. Jesús declara: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él” justamente antes de ser clavado en la cruz; en medio de una situación de extremo dolor, Jesús contempla la resurrección y el plan de Dios, sin retroceder.

Si adquirimos la misma fe, podremos tener la misma certidumbre en las distintas circunstancias de la vida. Las situaciones que parezcan fracasos o derrotas a ojos humanos pueden transformarse en gloria ante la mirada de Dios. Después de todo, confiamos en un Dios todopoderoso y en Cristo, quien venció el poder de la muerte por medio de su resurrección. El pastor David Jang nos exhorta a fijar nuestra mirada en esta verdad: “Incluso cuando la cruz aparezca ante ti, aférrate a la fe que contempla la gloria de la resurrección”.

En este Subtema 1, hemos reflexionado sobre la esencia de la fe y del evangelio a partir de Juan 13:31 y siguientes, en donde Jesús proclama: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”. Acto seguido, pasamos al Subtema 2, centrado en el “nuevo mandamiento” que Jesús da como enseñanza final: “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado” (Jn 13:34).


2. El nuevo mandamiento

En Juan 13:34-35, Jesús declara: “Un mandamiento nuevo os doy: que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros”. Estas palabras, pronunciadas en la última cena, adquieren el valor de un testamento espiritual. Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Israel ya conocía la ley: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19:18). Sin embargo, Jesús habla ahora de un ‘nuevo mandamiento’.

El pastor David Jang plantea la pregunta: “¿Por qué llama ‘nuevo mandamiento’ a algo que, en apariencia, ya existía en la ley del Antiguo Testamento?”. La respuesta se halla en la frase: “Como yo os he amado”. El amor que Jesús ordena no es simplemente un enunciado legal o una formulación escrita, sino que se basa en la propia vida de Jesús: un amor que incluye sacrificio, expiación y perdón.

Ciertamente, el Antiguo Testamento enseñaba ‘ama a tu prójimo’, pero con frecuencia los judíos lo interpretaban de manera limitada o literal. Jesús, conocedor de la naturaleza pecaminosa del ser humano, ve que esa ley escrita no basta para darnos vida. Por eso, Él mismo se hace hombre y demuestra un amor que salva al pecador, que se entrega por los que le ofenden, que soporta traición y rechazo. En concreto, los Evangelios nos muestran cómo perdona a la mujer adúltera (Jn 8), cómo se acerca a recaudadores de impuestos y prostitutas, es decir, a quienes la sociedad marginaba, dándonos un ejemplo claro de cuán real y sacrificial era Su amor.

El culmen de ese amor está en la cruz. Jesús, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1:29), se entregó voluntariamente para asumir el castigo que merecíamos. Esta expiación demuestra hasta qué punto llega el amor de Dios. Por eso la frase “como yo os he amado” no es algo abstracto; es un hecho concreto. El amor vivido por Jesús —el amor que no condena sino que perdona, que carga con la culpa del otro— es el modelo de ‘nuevo mandamiento’ que debemos seguir.

Ahora Jesús hace que sus discípulos hereden ese amor: “Amaos los unos a los otros. Como yo os he amado, que también os améis unos a otros”. Este llega a ser el rasgo más fundamental y distintivo de la comunidad cristiana. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Jn 13:35). Para el pastor David Jang, precisamente en esto reside el factor que diferencia a la Iglesia de otras religiones o instituciones: el amor.

El mundo está lleno de grupos e instituciones, cada uno con sus propias señas de identidad. Por ejemplo, los fieles del sijismo llevan turbante, los monjes budistas se rapan la cabeza, etc. Jesús, en cambio, establece que la identidad del cristiano se reconozca por su amor hacia los hermanos. En la Iglesia primitiva, durante las persecuciones del Imperio romano, esa entrega y ayuda mutua sorprendió a la sociedad de la época. Compartían sus bienes con los necesitados y aun en la pobreza se servían entre sí. Así, la gente comentaba admirada: “¡Miren cómo se aman!”. Este amor vivo era el auténtico testimonio y evangelización. A través de esa práctica, el mundo podía vislumbrar quién era Cristo y cuál era Su camino.

No obstante, el amor no es fácil de llevar a la práctica. Desde un punto de vista humano, nuestro amor es siempre limitado. Podemos amar a quienes nos agradan o nos hacen favores, pero amar a quien nos hiere, a quien nos resulta incómodo o a quien demanda un coste excesivo no es algo sencillo. Muchos de nosotros, a menudo, estamos incluso en conflicto con nosotros mismos, lo que complica más amar al prójimo de corazón.

Aquí es donde el pastor David Jang reitera la importancia del sentido espiritual de la cruz. El amor de Jesús equivale a “no condenar, sino perdonar”; implica, en lugar de apartar al pecador, tomar su carga y llevarla. La cruz es el signo supremo del amor de Jesús. Y Él nos manda: “Amaos los unos a los otros, como yo os he amado”. Es decir, hemos de renunciar a la tendencia de culpar al otro, de juzgarlo, y en su lugar acoger sus debilidades. Incluso, si es preciso, estamos llamados a asumir la carga del otro, demostrando así el amor que Cristo nos mostró.

Cuando una comunidad vive este amor, suceden sanidades y transformaciones profundas. Personas heridas o marginadas pueden encontrar liberación y gozo al sentir que la Iglesia comparte y aligera sus cargas. Tal y como exhorta Pablo: “Llevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gá 6:2). Llevar las cargas de los demás es precisamente poner en práctica el amor de la cruz.

Si la Iglesia pierde este mandamiento del amor, el mundo retira su confianza en ella y la critica. Decir de la Iglesia que “solo habla de amor pero en realidad vive en división y pleitos” es negarle su condición de discípula de Cristo. Por eso, en la última cena, en un momento tan solemne, Jesús subraya: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros”.

El pastor David Jang señala que el “Amaos los unos a los otros” constituye un compromiso que debemos mantener durante toda la vida. Aunque la salvación solo sea posible mediante la gracia y la fe en Jesucristo, la comunidad de creyentes, la Iglesia, debe mostrar al mundo ese amor como su principal testimonio. Sin amor, cualquier don o conocimiento se vuelve inútil (1 Co 13). Sin amor, la fe proclamada no es más que un ruido vacío. Sin amor, la vida de discipulado corre el riesgo de convertirse en hipocresía.

Jesús pudo dar esta orden: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” porque Él mismo dio el ejemplo. Lavó los pies a sus discípulos (Jn 13:1-20), ¡incluso a Judas, quien lo iba a traicionar! Después, les dijo: “Vosotros debéis también lavaros los pies los unos a los otros” (véase Jn 13:14). Servir al hermano poniéndose en el lugar más humilde es la forma de amor que Jesús enseña. Cada vez que en la Iglesia alguien se inclina para servir, allí brilla el nuevo mandamiento.

Aun así, los discípulos —sobre todo Pedro— no comprendieron inmediatamente este mensaje de Jesús. La pregunta de Pedro: “Señor, ¿adónde vas?” (Jn 13:36) revela que no veía en la cruz el sentido central del amor. Él confiaba en su coraje y en su empeño: “Daré mi vida por Ti”, pero fracasó, porque no había entendido el camino de Jesús: un camino de servicio y expiación que se materializa en la cruz.

Sin embargo, Jesús no deja de amar a estos discípulos frágiles (Jn 13:1). Su palabra: “Adonde yo voy, no me puedes seguir ahora, pero me seguirás después” (Jn 13:36) es un anuncio cargado de esperanza y confianza. En efecto, Pedro, después de experimentar la resurrección de Cristo, se arrepiente y se entrega plenamente al amor del Señor y de la Iglesia, llegando incluso a dar su vida por el evangelio. Antes intentó proteger a Jesús con su espada o con declaraciones temerarias, pero fracasó. Después, entendió de veras el significado de la cruz y se rindió a ella.

Según el pastor David Jang, este proceso se debe reproducir también en la Iglesia. No podemos amar de manera perfecta desde el principio. Caemos, herimos y somos heridos en nuestro andar comunitario. Pero si recordamos la gracia de la cruz y nos proponemos obedecer “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”, poco a poco ese amor se afianzará en nuestra vida y en la comunidad.

Por ello, el mandamiento más urgente que debe recuperar la Iglesia es este: el nuevo mandamiento del amor. Cuando amamos auténticamente, sin juzgar sino perdonando, y renunciando a intereses personales para darnos al otro, el mundo reconocerá que pertenecemos a Cristo. El verdadero testimonio del evangelio no es meramente retórico, sino la manifestación del amor de la cruz en la Iglesia. Solamente así el mundo comprenderá el camino de Cristo.

El pastor David Jang añade que este amor no se puede practicar solo con nuestros esfuerzos, sino que necesitamos la gracia que mana de la cruz y la ayuda del Espíritu Santo. Cada día debemos orar, buscar la llenura del Espíritu y fijar nuestros ojos en Jesús, pues solo así podremos encarnar un amor que, al igual que el suyo, sea sacrificial y capaz de perdonar.

Por otra parte, el camino de la cruz y la resurrección, mencionado en el subtema anterior, está íntimamente ligado con el camino del amor. Recibimos el perdón y la vida nueva mediante la cruz, y esa gratitud debe expresarse amando al prójimo. “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” es, en realidad, una invitación a participar de la gloria de Dios repartiendo el amor que hemos recibido. Jesús nos anima diciendo que Él ya anduvo ese camino, por lo que no debemos temer.

En conclusión, en Juan 13:31-38, vemos a Jesús declarar con valentía “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre” ante la inminencia de la muerte, y además encomendar a sus discípulos el nuevo mandamiento: “Amaos los unos a los otros”. El pastor David Jang subraya que “la cruz no simboliza temor ni derrota, sino la gloria y la victoria, y que el motor principal en esa senda es el amor”.

El desafío para nosotros es, primero, abrazar la esperanza de la resurrección y llevar nuestra propia cruz con fe, y segundo, poner en práctica el nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros. De la misma manera que Jesús abrió el camino para perdonar a los pecadores y asumir su carga, nosotros también debemos dejar de condenarnos y aprender a perdonarnos, a levantarnos y a construir relaciones basadas en la gracia. De esta forma, el mundo reconocerá que somos una comunidad de Cristo.

Aunque Pedro haya negado tres veces al Señor, el Resucitado volvió a él para preguntarle: “¿Me amas?” (Jn 21). Finalmente, Jesús lo estableció como columna de la Iglesia. El amor de Jesús es tan poderoso que puede superar la debilidad y el fracaso. Hoy en día, no somos muy distintos de Pedro. Pero, como enfatiza el pastor David Jang, “gracias a la gracia de Cristo, también nosotros podemos volvernos y seguir el camino de Jesús”. Este es el mensaje esperanzador que nos presenta el evangelio.

Por lo tanto, debemos mantenernos firmes en la fe de la cruz y la resurrección, y obedecer el nuevo mandamiento de amarnos mutuamente. Recordemos que el camino de la cruz, que transformó la muerte y la desesperación en gloria, es el legado de Jesús para nosotros. Y el ejemplo de amor que nos dejó al lavar los pies de sus discípulos nos llama a llevar este gesto a la práctica diaria, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Cuando nos comportamos como personas que ofrecen el amor de la cruz, experimentamos un gozo y una paz que el mundo no conoce, y el mundo, por medio de ese amor, llega a atisbar la gloria de Cristo.

Ciertamente, no es un camino fácil y conlleva sacrificios amargos. Sin embargo, Jesús declaró: “Si Dios ha sido glorificado en él, Dios también le glorificará en sí mismo, y pronto le glorificará” (Jn 13:32). Es decir, tras la cruz viene la gloria de la resurrección. Tenemos la confianza de que, al servirnos y amarnos unos a otros siguiendo la cruz, Dios también nos conducirá a su gloria.

Así, el evangelio de Juan (capítulo 13) y, en general, todos los Evangelios, recalcan este “camino de la cruz y del amor”. El pastor David Jang enseña que el discipulado no consiste en cumplir meras normas externas o acumular conocimientos, sino en que el espíritu de la cruz eche raíces en nosotros y se expanda en relaciones de amor fraterno. Si somos discípulos de Jesús, nuestro testimonio se manifestará en el amor y el servicio mutuo.

Para cerrar esta reflexión, guardemos en el corazón las palabras del Señor: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado”. Este es su mensaje de despedida en la última cena y la quintaesencia de la identidad cristiana. Tal como frecuentemente recalca el pastor David Jang, no se trata de una opción, sino de un mandamiento ineludible. Si no hay amor entre nosotros, carecemos de la señal que nos distingue como discípulos de Jesús.

Por ende, en nuestra vida de fe debemos meditar cada día en la cruz de Jesús y en el hecho de que esta representa un camino glorioso. A la vez, hemos de seguir avanzando hasta amar verdaderamente a nuestros hermanos. Estos dos elementos —fe en la cruz y la resurrección, y amor al prójimo— conforman la esencia del genuino discipulado, el cual nos diferencia del mundo. Este es el punto central que resalta Juan 13 y que el pastor David Jang considera el núcleo de nuestro trayecto espiritual y práctico.

Si la Iglesia abraza de continuo estas palabras y las pone en práctica, incluso la traición de Judas o la negación de Pedro quedarán cubiertas por el amor. Ya Jesús restableció a Pedro y usó precisamente a quien había fracasado para convertirlo en la roca sobre la cual edificar la Iglesia. En nuestra vida y en la Iglesia, cuanto más adoptemos el corazón de Jesús, más milagros de gracia y restauración veremos.

Así, Juan 13:31 en adelante nos deja dos grandes enseñanzas. En primer lugar, debemos creer que la cruz es gloria y victoria. Aunque el mundo la considere derrota, Jesús, ante la muerte, proclamó: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre”. En segundo lugar, debemos imitar el amor expiatorio y perdonador de la cruz en nuestras relaciones, en obediencia al nuevo mandamiento que Jesús nos dejó. Aquí radica la razón y la identidad misma de la Iglesia.

En conclusión, el hecho de que inmediatamente después de declarar “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre” (Jn 13:31), Jesús ordene “Amaos unos a otros” (Jn 13:35) es muy significativo. Por un lado, se revela la fe absoluta en la gloria de la cruz y la resurrección; por el otro, se muestra la forma concreta en que esa fe se encarna, esto es, el amor fraterno. El pastor David Jang insiste en que ambas realidades deben mantenerse unidas. Si la fe es genuina, se expresará en amor. Y si el amor es auténtico, está sustentado por la profunda fe en la gloria de la cruz.

Tomemos, pues, esta Palabra, abracemos la fe en la cruz y la resurrección, y demostremos, a través del amor entre hermanos, que somos discípulos del Señor. De este modo, la promesa: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” se hará palpable en nuestras comunidades. Cuanto más seamos personas que contemplan la cruz y se aferran a la esperanza de la resurrección, y cuanto más practiquemos el amor fraterno, más verá el mundo la gloria y el poder de Jesucristo.

Este es el deseo más profundo de Jesús para nosotros y el núcleo del mensaje de los Evangelios. Cuando el evento de la salvación a través de la cruz se fusiona con la práctica del amor, caminamos como verdaderos discípulos. Y al final de este camino, tal como anunció Jesús, participaremos de la gloria de la resurrección: “y pronto le glorificará” (Jn 13:32).

Para terminar, hagamos nuestra esta exhortación. Sigamos las palabras del pastor David Jang, que nos anima a vivir según la fe en la cruz y la resurrección y a obedecer el mandamiento de amarnos unos a otros. No permitamos que sea un simple lema, sino la senda diaria que elegimos recorrer. Aun con temor, rindamos nuestros méritos y determinaciones humanas, y optemos por servir, perdonar y amar al estilo de Jesús. Así veremos resplandecer la gloria de Dios en nuestra vida, en la Iglesia y en el mundo. Amén.

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