El banquete de bodas en Caná – Pastor David Jang

I. El milagro del banquete de bodas en Caná y su simbolismo

El banquete de bodas en Caná, que aparece en Juan 2:1-11, es un pasaje de gran relevancia. En este relato se registra el primer “signo” de Jesús, cuando convierte el agua en vino. La palabra “signo” (semeion) no se limita a describir un mero milagro, sino que denota un acontecimiento portador de un profundo sentido espiritual y un mensaje trascendente. Muchos teólogos entienden que a través de este signo, el Evangelio de Juan expone, de manera condensada, la esencia del mensaje de fe que quiere transmitir. Se resalta, además, que el hecho de que este milagro sea descrito como el “primer signo” no es casualidad: marca el inicio del ministerio público de Jesús y prefigura la gran fiesta de gloria que tendrá lugar con la llegada del Reino de Dios. Dentro de este marco, el pastor David Jang destaca que el eje de este pasaje se resume en la esperanza de que, gracias a Jesús, la fiesta de la vida se hace cada vez más abundante y el milagro de que el agua se convierta en vino nunca deja de ocurrir.

Según explica el pastor David Jang, el primer aspecto importante que descubrimos al observar detalladamente el texto es el “lugar y la situación”. El relato comienza con la invitación de Jesús a una boda en Caná de Galilea. Galilea, Caná y Nazaret son regiones geográficamente cercanas, relacionadas estrechamente con la identidad y la actividad de Jesús. De hecho, la gente solía llamarlo “Jesús de Nazaret” o “Jesús de Galilea”. La boda, a su vez, aunque forma parte de la vida cotidiana y tiene un carácter festivo en la sociedad judía —pues celebra la formación de una familia y la continuidad de un linaje— en este pasaje cobra un fuerte simbolismo espiritual, ya que se convierte en el escenario del primer signo de Jesús.

El pastor David Jang subraya aquí que “el Reino de Dios suele revelarse en nuestra cotidianidad, usando precisamente esa cotidianidad como canal de la gracia divina”. Aunque la boda en Caná representa un momento de alegría, la repentina falta de vino produce desconcierto y vergüenza. En la cultura judía, brindar de manera generosa y abundante lo necesario para la celebración era de suma importancia. Que el vino se acabara implicaba un serio contratiempo para los anfitriones, quienes quedarían en evidencia al incumplir las expectativas de los invitados. Visto desde una perspectiva espiritual, la expresión “se acabó el vino” simboliza la carencia esencial que todos podemos experimentar en la vida, ese vacío que conduce a la frustración y el desánimo.

Cuando la madre de Jesús, María, le dice: “No tienen vino”, Él responde: “Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2:4). Aquí, el término “hora” posee un profundo sentido teológico. A lo largo del Evangelio de Juan, la referencia a la “hora” de Jesús suele apuntar a la culminación de su ministerio mesiánico: la cruz, la resurrección y la consumación de la salvación de la humanidad. El pastor David Jang asocia esta idea de la “hora” con el momento cumbre del ministerio de Jesús y con la gloria final del Reino de Dios. Sin embargo, pese a que esa “hora” aún no había llegado, Jesús obra el milagro de convertir el agua en vino. Así, entendemos que aun sin haber alcanzado la plenitud de esa “hora”, Jesús atiende las necesidades de quienes se encuentran en carencia y oscuridad. Él nos permite anticipar la alegría y la abundancia del Reino de Dios que vendrá en su totalidad más adelante.

En cuanto a la aparente vacilación expresada por Jesús al decir “todavía no es mi hora”, el pastor David Jang señala que, en una visión meramente humana, podríamos interpretar esa frase como una contestación fría. Sin embargo, revela en realidad el gran plan de salvación que Cristo llevaría a cabo en la tierra. Por importante o urgente que sea la falta que experimentamos, existe algo todavía más esencial: el propósito divino y el timing de Dios. Sin embargo, el Señor no permanece indiferente ante nuestro sufrimiento; si es preciso, interviene con poder para ayudarnos “aunque aún no sea esa hora”. De la misma forma que el agua se convirtió en vino, nuestra vida, por muy frágil que sea, puede transformarse en gozo y gloria si nos encontramos con Jesús, tal como lo confirma con fuerza este signo en el banquete de bodas en Caná.

Otro detalle relevante en esta historia es la presencia de “seis tinajas de piedra” destinadas a los ritos de purificación judíos. Los judíos usaban estas tinajas para lavar sus manos y purificarse, cumpliendo con la normativa de la ley. Por tanto, dichas tinajas simbolizan las antiguas prácticas de la ley mosaica. Pero Jesús ordena que llenen esas tinajas con agua, que luego se convierte en vino. Algunos teólogos interpretan esto como la transición de la antigua ley al nuevo pacto sellado por Jesús, quien trae la esencia de la gracia en lugar de la sombra representada por la antigua tradición legalista. Para el pastor David Jang, el acto encarna la proclamación del Evangelio: “Con la llegada de Cristo, en vez de permanecer en la ley y la tradición antigua, entramos en la etapa de la nueva alianza y de la verdadera alegría”. El cambio del agua en vino no es tan solo la resolución de una carencia, sino la señal de que “ahora, con Jesús, se inaugura el verdadero banquete, el gozo auténtico y la salvación”.

Jesús pide a los sirvientes que llenen las tinajas de agua, y una vez que ellos obedecen, el agua se convierte en vino. El milagro no ocurre porque Jesús mismo manipule las tinajas, sino gracias a la obediencia de los sirvientes. Esto ilustra perfectamente la dinámica espiritual de discipulado y obediencia. El pastor David Jang afirma: “Aunque nuestras acciones parezcan débiles e insignificantes, cuando respondemos en obediencia a la palabra del Señor, se abren las puertas del milagro”. Convertir el agua en vino está más allá de la capacidad humana, pero para Jesús nada es imposible, y nosotros nos convertimos en instrumentos de su obrar cuando obedecemos su palabra. En el ámbito eclesial o en la vida de fe, la gente suele creer que los milagros suceden como resultado de sus grandes esfuerzos o habilidades. Pero la narración del banquete en Caná nos muestra que el poder de Dios se manifestó “cuando los sirvientes llenaron las tinajas sin replicar”. De igual manera, el pastor David Jang recalca que la oración y la cooperación de los fieles pueden crear el contexto propicio para la manifestación de esta gracia en forma de “signo” dentro de la comunidad cristiana.

El pasaje concluye en Juan 2:11 con la afirmación: “Este principio de señales hizo Jesús en Caná de Galilea, y manifestó su gloria; y sus discípulos creyeron en él”. Jesús reveló su gloria, y el resultado fue que los discípulos fortalecieron su fe y lo reconocieron como el Mesías. En otras palabras, el objetivo del milagro no se limita a solucionar un problema puntual. Ciertamente, se resolvió la falta de vino y la fiesta continuó hasta el final con la misma alegría. Pero el sentido último trasciende esa solución: “mostrar quién es Jesús y conducir a la fe en Él”. El milagro satisface la necesidad inmediata, sí, pero a la vez nos orienta a centrar la mirada en Cristo. Quienes llegan a conocer y creer en Jesús descubren que su “fiesta” personal ya no termina en la nada.

En este punto, el pastor David Jang suele recurrir a la expresión “la fiesta se vuelve cada vez mejor”. Por lo general, el mundo presenta sus mejores galas y placeres al inicio, para luego desgastarse y decaer con el tiempo. En cambio, el banquete de la vida donde Jesús está presente saca el mejor vino al final, permitiendo un gozo mucho mayor que el del principio. Esto describe la dinámica de nuestra fe: “La vida en Cristo es una celebración que profundiza y se enriquece con el paso del tiempo”. El milagro de convertir el agua en vino es mucho más que un simple suceso del pasado; es una realidad profunda que sigue resonando en quienes creen en Jesús. Él no solo cubre nuestras carencias con su gracia, sino que nos conduce a una gloria más profunda.

El banquete de bodas en Caná nos invita, entonces, a formular la pregunta central de la fe: “¿Qué sucede en nuestras vidas cuando Jesús se hace presente?” El agua convertida en vino ilustra cómo la acción transformadora de Cristo dota de un nuevo significado y esencia a nuestros esfuerzos cotidianos y a nuestras realidades más sencillas. A la vez, proyecta una esperanza escatológica: tal como se anticipa en Apocalipsis 21, viviremos un banquete eterno en el cielo, donde la alegría nunca se acaba. Jesús no solo nos concede momentos temporales de dicha, sino que garantiza la plenitud y la gloria perpetuas del Reino venidero.

La intención del Evangelista Juan al presentar este milagro como “el primer signo” es clara: todos los actos de poder y las señales de Jesús testifican que Él es Dios verdadero y el Salvador, y dichos signos apuntan a que la gente crea en Él y le dé gloria. Por otra parte, quienes creen confirman que “no importa cuán oscura sea la carencia de la vida, si obedecemos la palabra del Señor y avanzamos, podemos experimentar la gracia de que el agua se convierta en vino”. El pastor David Jang reitera este mensaje en sus prédicas y enseñanzas, describiendo la esencia del banquete de bodas en Caná como “el espacio donde nos encontramos con Jesús, quien convierte la carencia espiritual en abundancia espiritual”.

Vemos, pues, que el milagro en Caná no solo narra la recuperación de una fiesta familiar. Expresa, sobre todo, el ministerio de salvación de Cristo, la alegría del Reino de Dios y la llegada de una nueva era guiada por la gracia, en lugar de la ley. En el centro de todo se encuentra Jesús y la obediencia a su palabra. Así como en aquella boda el vino se agotó, en nuestras vidas también se extinguen la alegría y la esperanza. Pero al escuchar la voz de Jesús y responder con obediencia total —tal como María aconseja: “Hagan todo lo que Él les diga”— descubrimos la renovación de la alegría. Del mismo modo que el mejor vino apareció al final de la celebración, en nuestra vida nos espera una gracia más profunda a medida que avanzamos. El pastor David Jang insiste en que “la Iglesia y sus creyentes también deben experimentar un vino cada vez mejor, un fervor que crezca en lugar de disminuir”.

En este sentido, el banquete de bodas en Caná ofrece un mensaje que todo creyente debe atesorar. Mientras que el mundo decreta que con el paso del tiempo todo se desgasta y muere, el banquete donde Jesús es el protagonista se vuelve más abundante, maduro y rebosante de gracia. El “vino mejor” alude no solo a la calidad o al gusto, sino a la transformación radical e integral que Dios opera en nosotros. Ante los parámetros del mundo, que no pueden brindar una solución definitiva —especialmente al problema del pecado y la muerte— la experiencia con Jesús nos da la respuesta. Este milagro es signo y símbolo: Dios, mediante Jesucristo, viene a nuestra realidad para infundir una esperanza eterna, incluso en medio de las situaciones más difíciles.

El pastor David Jang también subraya que “la experiencia de que se acabe el vino es inevitable en la vida, pero precisamente a través de esa carencia podemos atestiguar con mayor claridad la obra de Dios”. Como confesó Pablo, nuestra debilidad resalta la fortaleza del Señor. Por ello, cuando la desesperación se intensifica, el creyente debe aferrarse con más fuerza a la fe, pues “el poder del Reino de Dios, que ya ha irrumpido en el presente, es real para quienes confían en Jesús”. Así como Jesús obraba en la boda de Caná, hoy sigue actuando en las áreas de nuestra vida donde “se acabó el vino”. Ese es el testimonio de que el gran drama de la salvación iniciado con el “primer signo” prosigue en nuestros días.

El mensaje definitivo es, por tanto, “Jesús cambia radicalmente nuestra existencia”. Antes de encontrarlo y después de hacerlo, la diferencia es total. Él no se limita a un acto de gracia puntual que llena nuestro vacío; es el Creador que nos rehace por completo. El vino nuevo del banquete de Caná apunta, en última instancia, a la transformación final cuando el Reino de Dios se establezca en plenitud (Ap 21). Si el agua puede convertirse en vino, entonces también nuestro cuerpo mortal será transformado en un cuerpo de resurrección, y el poder del pecado y la muerte desaparecerá. Quienes reciben ese milagro de manera personal ya comienzan a disfrutar de la realidad del Reino de Dios aquí y ahora.

Desde esta perspectiva, el banquete de bodas de Caná ilumina la función de la iglesia: ser el lugar donde el festín de Dios se anticipa. El partimiento del pan y la adoración no se reducen a ritos religiosos, sino que representan el momento simbólico en que el “vino terminado” se llena otra vez por la gracia de Cristo. El pastor David Jang insiste en que la iglesia no es un centro de actividades religiosas, sino el “Cuerpo vivo de Cristo”, donde enfermos encuentran sanidad, los desesperanzados hallan esperanza y los pecadores son justificados. De la misma manera que las tinajas de piedra empleadas para la purificación se convirtieron en recipiente del vino de Jesús, la iglesia y los creyentes deben ponerlo todo en manos de Cristo. Así veremos el milagro de que el agua se transforme en vino. Esta dinámica sigue vigente hoy, no se limita a la época de los apóstoles o de los santos de antaño. El cristiano puede vivir pequeñas “reproducciones” del banquete de Caná en su rutina diaria. Eso implica que, aunque el “tiempo escatológico” no haya llegado por completo, vivimos en una dimensión en la que el Reino de Dios ya se ha inaugurado. El milagro del banquete en Caná es un ejemplo destacado del poder del Evangelio que sigue obrando.

En definitiva, la razón por la que el autor de Juan ubica esta historia al comienzo y la llama “primer signo” es muy clara. El milagro del agua convertida en vino es la forma de mostrar quién es Jesús y el nuevo orden que trae el Reino de Dios. Donde está Jesús, hay “gozo y gloria”. Y allí donde actúa, lo imposible se vuelve posible. Gracias a esa gracia, podemos saborear la esperanza escatológica de forma anticipada, y somos enviados a compartir la alegría del Evangelio con el mundo. El pastor David Jang se basa en la exclamación del maestresala, “Tú has guardado el buen vino hasta ahora”, para insistir en que la vida de fe no se apaga con el tiempo, sino que crece hasta la plenitud de la resurrección gloriosa. Este es uno de los pilares de la esperanza cristiana.

Así, el milagro y simbolismo del banquete de bodas en Caná trasciende la anécdota para revelar la identidad mesiánica de Jesús, su ministerio de salvación y la abundancia inherente al Reino de Dios. No se destaca la carencia o la desesperanza, sino la plenitud y la vida. Este signo nos invita a contemplar a Jesús con ojos más firmes en la fe, para experimentar cómo nuestra falta se transforma en la abundancia de Dios, y cómo el desaliento se convierte en esperanza eterna. Tal es la esencia que el pastor David Jang enfatiza incesantemente al reflexionar sobre este texto de Caná.

II. La carencia en la vida y la esperanza en Jesús

Solemos hablar de la vida como un “mar de amargura”. Esta expresión retrata la multiplicidad de dolores que atravesamos. La filosofía y la literatura universal, durante siglos, han descrito la finitud y vanidad del ser humano, resaltando el sufrimiento y la desesperanza que de ello derivan. El libro de Eclesiastés también denuncia la futilidad de la vida y la inexorabilidad del tiempo, concluyendo que “todo es vanidad”. Sin embargo, la fe cristiana, y en especial el mensaje que transmite el banquete de bodas en Caná, cuestiona de manera radical dicha visión pesimista. Es cierto que la carencia y el dolor existen, pero en Cristo esa carencia puede convertirse en ocasión de milagro. El pastor David Jang subraya esta perspectiva de “cambio y esperanza”.

En la boda de Caná, cuando el vino se acabó, el ambiente se tornó desesperanzador. Esta imagen es un símbolo de nuestros problemas reales. Pensemos, por ejemplo, en la juventud, cuando nos sentimos plenos de posibilidades y pasión, para luego, con el paso de los años, ver cómo la alegría y el entusiasmo se marchitan hasta llegar a la vejez y finalmente a la muerte. Muchas parejas que contraen matrimonio, por más que se les deseen “años de dicha”, experimentan cómo la emoción inicial se diluye y afloran conflictos y responsabilidades que agobian. Eclesiastés 12 describe la decadencia física y psicológica de la vejez: la vista se debilita, el oído empeora, el gusto se pierde y el deseo decae. Estas realidades reflejan la ineludible limitación humana.

Pero el mensaje del banquete de Caná proclama lo contrario: cuando parece que la fiesta está por terminar, llega un vino aún mejor. En la celebración donde Jesús está presente, la alegría no se extingue, sino que crece con el tiempo. El pastor David Jang define este anuncio como uno de los puntos más brillantes de la fe cristiana. Afirma que “en las fiestas terrenales, no importa cuánto nos esforcemos, la pasión se diluye inevitablemente, pero donde Jesús está presente, se renueva incesantemente la gracia y la alegría”. Así, la carencia es el medio que Dios puede usar para dar una gracia mayor, de modo que cuanto más avanzamos en el tiempo, más profunda y abundante es la bendición.

Esta esperanza no se limita a la vida después de la muerte. Por supuesto, la resurrección y la vida eterna constituyen un pilar central de la fe cristiana. Sin embargo, el milagro de convertir el agua en vino prueba que, ya aquí en la tierra, podemos experimentar la realidad del Reino de Dios. Esta forma de vida contrasta con la cosmovisión secular, que a menudo se resigna: “Solo vivimos una vez, disfrutemos mientras podamos, y ante la muerte no hay nada que hacer”. Para el creyente, la vida no avanza hacia la oscuridad, sino hacia una plenitud cada vez más luminosa. Mientras el mundo concluye que todo es vanidad y que al final solo queda la muerte, los discípulos de Jesús declaran que “hasta en el último instante, el Señor tiene preparado un vino mejor”.

El tránsito de la carencia al milagro en Caná tiene una aplicación práctica en la vida del creyente. Cuando enfrentamos “la falta de vino” —sean dificultades financieras, enfermedades, rupturas relacionales, depresión o ansiedad— podemos buscar la intervención y el poder de Jesús en oración. El pastor David Jang suele repetir que “la oración es la llave que abre la puerta del cielo”. A través de la oración aguardamos el tiempo de Dios con un corazón disponible, y al igual que los sirvientes que llenaron las tinajas, nos preparamos para actuar en obediencia. Entonces somos testigos de la transformación del agua en vino. Este es, en la Biblia, el principio de “obtener milagros por la fe”.

El pastor David Jang menciona frecuentemente el pasaje de Caná cuando acompaña a personas con problemas. Y es que esta historia exhibe de forma contundente la posibilidad de un giro total, aun cuando la situación parezca sin salida. Cuando invitamos a Jesús a nuestra vida, hasta los obstáculos más grandes pueden hallar respuesta bajo su soberanía y su misericordia. El término “milagro” no debe interpretarse como algo fantasioso; en la Biblia, los milagros y señales apuntan a Dios como Creador y Señor de todo lo que existe, revelando un mensaje salvífico. El milagro en Caná nos anima a creer que hoy también pueden ocurrir intervenciones divinas.

Cabe destacar, sin embargo, que antes de que Jesús convirtiera el agua en vino, los sirvientes obedecieron con diligencia. Cuando les ordenó: “Llenad de agua estas tinajas”, ellos no pusieron objeciones. Y al indicarles: “Sacad ahora y llevadlo al maestro de ceremonias”, lo hicieron sin cuestionar. La sorpresa del maestro de ceremonias al probar el vino pone de manifiesto la importancia de la obediencia para que se consuma el milagro. Dios generalmente requiere nuestra colaboración. La fe no consiste solo en orar, sino también en ponernos en marcha según esa oración. El pastor David Jang define este proceso como “la cantidad produce el salto de calidad”. Así como los sirvientes llenaron las tinajas hasta el borde y esa abundancia precedió la transformación cualitativa, nuestras oraciones y nuestra obediencia, llevadas hasta el “punto de plenitud” según el propósito de Dios, promueven acontecimientos portentosos en el tiempo divino.

Esto no significa que ganamos milagros por méritos humanos. El milagro es, en todo caso, un don soberano de Dios. Pero Él se complace en realizarlo a través de la cooperación y la rendición del hombre, no para exhibir la justicia humana, sino para honrar Su designio. Para el incrédulo, la idea de “agua convertida en vino” resulta absurda, pero quienes responden a la palabra del Señor con fe contemplan el milagro “en primera fila”. Juan 2:9 recalca que el maestro de ceremonias ignoraba de dónde provenía el vino, pero los sirvientes que sacaron el agua sí lo sabían. Del mismo modo, la obra de Dios se revela a quienes la viven en obediencia.

El pastor David Jang hace hincapié en este punto. El mundo quizá cuestione: “¿Todavía creen en milagros?”. Pero quienes viven en la fe descubren, en su propia vida, incontables “pequeños signos” que confirman la presencia de Dios. No son datos para un experimento científico, sino vivencias personales derivadas de la relación con Cristo. Así como los sirvientes presenciaron el cambio del agua en vino al poner en práctica las instrucciones de Jesús, así también podremos “ver” el obrar de Dios cuando obedecemos paso a paso Su palabra.

Esta experiencia nos libra del abismo de la desesperación. El pastor David Jang asevera: “Un mundo sin Jesús está condenado a las tinieblas y a la desesperanza”. La muerte es un límite insalvable para el ser humano, y nada ofrece una respuesta cabal ante ella. No obstante, en la presencia de Jesús, incluso la muerte puede convertirse en camino hacia la vida eterna. El milagro de Caná no habla directamente de la muerte, pero sí de la carencia y la sombra que ella representa: “se acabó el vino”. La acción de Jesús transforma esa penuria en júbilo, anticipando que, en la totalidad de la existencia, puede darse una “transformación superior”: liberarnos del pecado y de la muerte para gozar de la salvación.

Algunas veces, el pastor David Jang ilustra: “Íbamos en el tren de la muerte, pero al poner nuestra fe en Jesús y mirar al cielo, la estación final cambia de nombre”. Según el razonamiento humano, el destino último es la oscuridad de la muerte, pero con Jesús se abre la puerta a la gloria celestial. Aquello que el mundo llama “desgracia definitiva” puede convertirse en “puerta hacia la vida eterna”. Esta fuerza intrínseca del Evangelio infunde la certeza de que el Señor, quien venció a la muerte, ciertamente es capaz de librarnos de cualquier situación desesperada.

Bajo este prisma, “la carencia en la vida y la esperanza en Jesús” desborda el mero consuelo psicológico o la mentalidad de “pensamiento positivo”. El banquete de bodas en Caná, especialmente la frase “mi hora aún no ha llegado”, señala el momento en que Cristo, con su muerte y resurrección, solucionará de raíz el problema de toda carencia humana. Gracias al sacrificio y triunfo de Cristo, la humanidad tiene una vía de escape al dominio del pecado y de la muerte, y en Su segunda venida se consumará el Reino de Dios, donde ya no se vivirá la experiencia de “que falte el vino”. Apocalipsis 21 describe esa realidad: ni llanto, ni muerte, ni dolor, pues Dios renueva todas las cosas. Ese es el significado último del “vino mejor”.

Por eso, en esta vida, cuando enfrentamos carencia, ello no implica un fracaso absoluto ni una catástrofe. Antes bien, puede conducirnos a una búsqueda más ferviente de Dios, a clamar por la intervención de Jesús y a caminar en obediencia. Así “llenamos nuestras tinajas hasta el borde” y nos abrimos a contemplar cómo el agua se transforma en vino. Este encuentro transforma nuestra fe en algo real y concreto. No es para nuestra gloria, sino para testimoniar que “Dios está vivo”. De la misma forma en que el maestro de ceremonias desconocía el origen del vino, mientras los sirvientes sí lo sabían, los cristianos viven una realidad espiritual que el mundo no logra percibir.

El pastor David Jang llama a esto “la valentía de los redimidos”. Quienes han sido librados del pecado y la muerte no sucumben a la desesperación ante la adversidad. Aunque el mundo parezca sumido en el desaliento, el creyente avanza con la convicción de que se dirige hacia la vida y la gloria. Con esta certeza proclamamos el Evangelio, no como mendicantes que ruegan aceptación, sino como mensajeros que invitan a los demás a probar “el vino superior”. Compartimos la gracia de una fiesta ya preparada por Dios. En la medida en que otros descubren cómo sus carencias pueden tornarse plenitud en Jesús, conocen el poder transformador de Cristo.

La contraposición entre la carencia y la esperanza también nos lleva a replantearnos la identidad de la iglesia. Por supuesto, en la iglesia también pueden surgir carencias —financieras, conflictos, limitaciones ministeriales—. Sin embargo, si de verdad Jesús es el Señor y su palabra es obedecida, esas carencias pueden dar lugar a milagros. A lo largo de la historia de la iglesia, en momentos de máxima dificultad, han surgido avivamientos y renovaciones notables. La iglesia primitiva se fortaleció bajo la persecución, y durante la Reforma, en plena crisis de la iglesia medieval, la Palabra se recuperó y nació un nuevo movimiento eclesial. El pastor David Jang sintetiza así esta realidad: “La Iglesia no es la organización más poderosa, sino el organismo más vivo”. Es decir, no se sostiene con dinero o influencia terrenal, sino con la fuerza de la vida y la fe. Así, la iglesia no está llamada a lamentarse, sino a proclamar la esperanza.

La esperanza que brota de Jesús, aun en medio de nuestras carencias, es una noticia que trasciende el espacio y el tiempo. Lo mismo que sucedió en Caná —el vino que se había acabado vuelve a rebosar— puede ocurrir en nuestros contextos. Pero a menudo nuestro problema es que no admitimos con sinceridad que “el vino se acabó”, o intentamos negarlo. Solo cuando, como María, decimos: “Señor, no hay vino”, reconocemos nuestra necesidad y permitimos que Él actúe. Y solo cuando actuamos como los sirvientes, cumpliendo aquello que Él ordene, es que el milagro se hace realidad. En este proceso, la fe deja de ser una teoría para plasmarse en hechos concretos.

En el evangelio de Juan (2:11) se afirma que Jesús mostró su gloria en Caná y que sus discípulos creyeron en Él. Hoy, el patrón se repite: cuanto más grande es la carencia, mayor es la ocasión de que se revele el milagro y, por ende, que la gloria de Dios se manifieste y nuestra fe se fortalezca. El pastor David Jang describe esta dinámica como la “fuerza motriz” del cristianismo: “Cuanto más crece la fe, más superamos grandes carencias y más experimentamos grandes milagros”. Así, el creyente no ve la prueba y el dolor como simples tragedias, sino como oportunidades de acercarse más a Dios. No se trata de embellecer ni minimizar el sufrimiento, sino de aceptarlo como vía hacia la comunión más profunda con el Señor, que puede obrar maravillas a partir de ello.

El pastor David Jang también advierte contra los excesos del “triunfalismo” o la “teología de la prosperidad”. En nuestra vivencia de la carencia, no podemos simplificar el mensaje a “si crees en Jesús, todo irá bien”, ya que la realidad muestra que los cristianos también fracasan, enferman y padecen pobreza. El milagro de Caná no garantiza que todos nuestros problemas se resuelvan al instante, sino que nos asegura que “incluso cuando el banquete parece terminar, Jesús no nos abandona”. Él es quien puede saciar con creces cualquier necesidad. Por ello, el creyente no adopta una postura ingenua, sino que, ante las dificultades, sigue confiando y entregándose a Jesús, convencido de que Él puede proveer “un vino todavía mejor”.

El milagro del banquete de bodas en Caná ilustra, por tanto, de manera sublime, el tema de “la carencia en la vida y la esperanza en Cristo”. El cambio del agua en vino encarna la transformación de la desesperanza en esperanza, así como de la muerte en vida, y revela con claridad la identidad de Jesús en medio de la comunidad de fe. Se trata de un acontecimiento histórico que hoy conserva su misma vigencia gracias a la acción del Espíritu Santo. La iglesia que abraza esta verdad, aunque parezca un lugar lleno de limitaciones, puede convertirse en “embajada del Reino de Dios”, donde se produce continuamente “el vino mejor”. El pastor David Jang lo expone así: “La iglesia no crea la esperanza; simplemente distribuye la esperanza que Dios ya ha otorgado en Cristo”. No es que nosotros inventemos la esperanza; Jesús ya la ha garantizado.

El banquete en Caná, al ser el primer signo del ministerio de Jesús, presagia el carácter de todo su quehacer: Él vino a traer gozo y gloria divinos a situaciones de carencia. El agua convertida en vino señala que en la presencia de Jesús se hace posible lo que para nosotros es imposible. Mediante este milagro, el Señor nos deja entrever la esperanza del fin de los tiempos y nos comisiona para difundir la buena nueva al mundo. El pastor David Jang lo relaciona con la exclamación del maestresala: “Has guardado el vino bueno hasta ahora”. El itinerario de la vida cristiana no se dirige a la extinción, sino que avanza hacia una gloria cada vez mayor, que hallará su culmen en la resurrección.

En definitiva, este milagro, lejos de ser una simple anécdota, nos lleva a descubrir la identidad mesiánica de Jesús, su misión salvífica y la abundancia del Reino de Dios. Su acento recae en la restitución y la vida, no en la escasez o el desconsuelo. Así, esta señal impulsa a los creyentes a mirar a Jesús con certeza de fe, constatando que su gracia suple nuestra carencia y cambia nuestra desesperanza en esperanza eterna. Tal es el corazón del Evangelio que, según el pastor David Jang, se manifiesta de principio a fin en el pasaje de Caná.

Esa Buena Nueva sigue actuando hoy entre nosotros, transformando individuos y comunidades con su “vino superior”. Como creyentes, mantenemos firme la convicción de que, cuando la falta de vino parece inevitable, Jesús vuelve a llenar nuestra copa. Al igual que María, acudimos a Él en nuestros momentos de mayor angustia, y como los sirvientes, acatamos sus mandatos con confianza. Entonces contemplamos, en nuestra propia experiencia, cómo el agua se convierte en vino. Y de ahí brota un testimonio poderoso para un mundo en el que “faltan tantas cosas”. El pastor David Jang concluye que este testimonio debe ser la razón de ser de la iglesia: proclamar al mundo que “todavía queda un vino mejor por descubrir en Jesucristo” y vivir esa realidad en comunidad, llenos de esperanza frente a todo lo que falte. Así continúa, hasta hoy, la fiesta que comenzó en Caná.

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